viernes, 6 de julio de 2012

Para Rita Longa, con cariño, de Samuel

Tomado de: www.lajiribilla.cu / Revista de cultura cubana No. 583

Para unos, Dios obra misteriosamente; para otros, simplemente la vida da muchas vueltas. Y así yo, por azares de la vida y sin entender nada de arte aún, conocí a Rita Longa. Era una mañana cualquiera del año escolar 1996 - 1997, cuando apenas cursaba el cuarto grado, me dirigía hacia mi primaria con un compañero de clases y de pronto, señalando hacia una señora mayor me dice “mira a Rita Longa”. Era la esquina de 15 y 14 en El Vedado, la sede de CODEMA, y por la entrada de automóviles salía una señora con un bastón. Aprovechando que cruzaba hacia un carro blanco, que al parecer la trasladaba, corrimos hacia ella para pedirle un autógrafo.


“Para Samuel, con cariño, de Rita Longa”, escribió segura. Y aunque parecía que debía salir a resolver miles de problemas a la velocidad de la luz, se tomó todo el tiempo del mundo para garabatear la libreta del pionerito que, apenas al romper el día, la asaltaba e interrumpía su quehacer rutinario. Todavía recuerdo la sensación de triunfo que dejó en mis manos ese pequeño trozo de papel, era la prueba de que conocía a Rita Longa y podía mostrarla como reliquia a todos mis colegas. Curiosamente, todavía años después me pregunto por qué hice eso; sabía que ella había hecho los venados del Zoológico, pero más allá de eso ni mis compañeros ni yo sabíamos quién era aquella señora o lo que hacía. 

Recuerdo sobre todo, casi fotográficamente, sus manos. Niñato al fin, concentraba toda mi atención en aquello que más me sorprendía sin recato. Se veían ásperas, toscas, huesudas, y a la vez parecían esculpidas minuciosamente. Como si con ellas realizara un trabajo pesado que constantemente le reclamara el roce, el modelado, el golpe; sin embargo, ver cómo garabateaba la hoja me revelaba soltura, destreza, seguridad y dulzura. Imagino que hoy suene a recuerdo edulcorado, pero siempre he presumido de cierta capacidad para ver más allá de la superficie en las personas, y en aquella señora de semblante recio y facciones duras, vi una abuelita; como aquellas del cuento infantil de las abuelas de las sombrillas, donde cada una tenía una cualidad que desarrollaba y la hacía especial. Sí, aquellas que salían juntas y un día se fueron volando al cielo, sin que nadie las olvidara, aun cuando no se volvieron a ver. Así apareció Rita en mi vida, primero la mujer, luego la escultora. 

En la medida que crecí y mis intereses e inquietudes fueron variando, poco a poco descubrí, como quien sigue las huellas del camino, la obra de Rita. Había dejado atrás el “Grupo familiar”, tantas veces visto en mi niñez, para conocer a la “Santa Rita de Casia”, cuando decidí estudiar idiomas en una escuela de Playa. A la “Virgen del camino” cuando quise bailar unos 15 en San Miguel del Padrón, cosa que nunca hice finalmente. A la “Ballerina”, cuando otra amiga no quiso bailar su fiesta, si no, por suerte para mí, ir con sus conocidos a Tropicana. “Forma, espacio y luz”, me recibió cuando reabrió el Museo Nacional de Bellas Artes, mientras que “Figura trunca” reposaba tranquilamente en una de sus salas; siempre me intrigó por qué la modelo evitaba la mirada del espectador y en cada visita a la sala formulé nuevas teorías. Más tarde, con un amigo que amaba el cementerio por su tranquilidad, descubrí la “Pieta”; el contraste entre el blanco de la figura y el negro del mármol me atraía profundamente. Con los festivales de cine aparecieron “Ilusión” y las “Musas”, uno de los pocos encantos del cine Payret para los cinéfilos de cinemateca. Ya en la universidad, intimé con “Guajuma”, aquella muchacha que me esperaba cada día, cual doncella fiel, en la esquina de L y 25 sin abandonar sus quehaceres. Y más tarde descubrí cerca del Paseo del Prado, de la mano de un caminante malintencionado con lecturas menos heroicas, “La fuente de los mártires”.

Mis profesores de Historia del Arte me la presentaron y ubicaron dentro del panorama historiográfico de la República y, aunque no le dedicaron mucho tiempo, me motivaron a completar los vacíos que me dejaban sus clases. Pero, indiscutiblemente, mi gran oportunidad fue al comenzar a trabajar. Tenía ante mí la tarea de preparar una exposición donde estuvieran los premios nacionales y necesitaba una obra de Rita. Así conocí a Yia, quien amablemente me abrió las puertas de su morada y las de su abuela. Caminé por las habitaciones de la casa de Eugenio Batista y me enamoré de una de sus piezas iniciales, el “Autorretrato” que hizo en 1933. Si bien no lo utilicé en esa muestra, la tentación de admirarlo fue tal que lo llevé conmigo y me acompañó diariamente en la oficina hasta que concluyó la exposición. 

Así pasó el tiempo, y nuevamente la vida dio otra de sus vueltas. Comenzaba el segundo mes del año de su centenario y me preguntaron por ella. El Museo de Bellas Artes preparaba silenciosamente una retrospectiva y una amiga valoraba las posibilidades de agilizar las gestiones de impresión de un libro sobre su obra. Estas últimas no dieron resultado, pero sirvieron para cuestionarme qué acciones podía emprender desde la Asociación Hermanos Saíz para celebrar la obra de tan consagrada artista entre mis congéneres. Y tantas fueron las vueltas que di a la interrogante que, como cualquier persona obsesionada, terminé soñando la respuesta. Mientras dormía, se develó ante mí una exposición: la vida y obra de Rita joven; esa que, como yo aquella mañana en que la abordé, se dejaba llevar por los impulsos de la juventud y resquebrajaba irreverente los cánones tradicionales de la escultura republicana.

El proceso no fue sencillo. El reto que presuponía preparar una curaduría como esta era bien grande. Todavía hoy no creo que se haya materializado satisfactoriamente. Pero me alegra enormemente haber tenido esta oportunidad, este regalo más bien. U otra vuelta de la vida, diría mejor, pues Rita nació el día siguiente al de mi cumpleaños. Cerrando mi celebración abro la suya, que es mía también. Así, los dos quedamos en paz. Ella cumplió conmigo hace mucho tiempo, y yo finalmente encontré la forma de devolverle el autógrafo de aquella mañana; casi utilizando sus propias palabras: “Para Rita Longa, con cariño, de Samuel”.

Como las vueltas de las que tanto hablo son incontrolables, tampoco la exposición que menciono se pudo materializar. Agradezco entonces a La Jiribilla por permitirme al menos, al publicar este texto, contribuir de alguna forma a su homenaje.