Tomado de: www.lajiribilla.cu / Revista de cultura cubana No. 583
Para unos, Dios obra
misteriosamente; para
otros, simplemente la
vida da muchas vueltas.
Y así yo, por azares de
la vida y sin entender
nada de arte aún, conocí
a Rita Longa. Era una
mañana cualquiera del
año escolar 1996 - 1997,
cuando apenas cursaba el
cuarto grado, me dirigía
hacia mi primaria con un
compañero de clases y de
pronto, señalando hacia
una señora mayor me dice
“mira a Rita Longa”. Era
la esquina de 15 y 14 en
El Vedado, la sede de
CODEMA, y por la entrada
de automóviles salía una
señora con un bastón.
Aprovechando que cruzaba
hacia un carro blanco,
que al parecer la
trasladaba, corrimos
hacia ella para pedirle
un autógrafo.
“Para Samuel, con
cariño, de Rita Longa”,
escribió segura. Y
aunque parecía que debía
salir a resolver miles
de problemas a la
velocidad de la luz, se
tomó todo el tiempo del
mundo para garabatear la
libreta del pionerito
que, apenas al romper el
día, la asaltaba e
interrumpía su quehacer
rutinario. Todavía
recuerdo la sensación de
triunfo que dejó en mis
manos ese pequeño trozo
de papel, era la prueba
de que conocía a Rita
Longa y podía mostrarla
como reliquia a todos
mis colegas.
Curiosamente, todavía
años después me pregunto
por qué hice eso; sabía
que ella había hecho los
venados del Zoológico,
pero más allá de eso ni
mis compañeros ni yo
sabíamos quién era
aquella señora o lo que
hacía.
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Recuerdo sobre todo,
casi fotográficamente,
sus manos. Niñato al
fin, concentraba toda mi
atención en aquello que
más me sorprendía sin
recato. Se veían
ásperas, toscas,
huesudas, y a la vez
parecían esculpidas
minuciosamente. Como si
con ellas realizara un
trabajo pesado que
constantemente le
reclamara el roce, el
modelado, el golpe; sin
embargo, ver cómo
garabateaba la hoja me
revelaba soltura,
destreza, seguridad y
dulzura. Imagino que hoy
suene a recuerdo
edulcorado, pero siempre
he presumido de cierta
capacidad para ver más
allá de la superficie en
las personas, y en
aquella señora de
semblante recio y
facciones duras, vi una
abuelita; como aquellas
del cuento infantil de
las abuelas de las
sombrillas, donde cada
una tenía una cualidad
que desarrollaba y la
hacía especial. Sí,
aquellas que salían
juntas y un día se
fueron volando al cielo,
sin que nadie las
olvidara, aun cuando no
se volvieron a ver. Así
apareció Rita en mi
vida, primero la mujer,
luego la escultora.
En la medida que crecí y
mis intereses e
inquietudes fueron
variando, poco a poco
descubrí, como quien
sigue las huellas del
camino, la obra de Rita.
Había dejado atrás el
“Grupo familiar”, tantas
veces visto en mi niñez,
para conocer a la “Santa
Rita de Casia”, cuando
decidí estudiar idiomas
en una escuela de Playa.
A la “Virgen del camino”
cuando quise bailar unos
15 en San Miguel del
Padrón, cosa que nunca
hice finalmente. A la
“Ballerina”, cuando otra
amiga no quiso bailar su
fiesta, si no, por
suerte para mí, ir con
sus conocidos a
Tropicana. “Forma,
espacio y luz”, me
recibió cuando reabrió
el Museo Nacional de
Bellas Artes, mientras
que “Figura trunca”
reposaba
tranquilamente en una de
sus salas; siempre me
intrigó por qué la
modelo evitaba la mirada
del espectador y
en cada visita a la sala
formulé nuevas teorías.
Más tarde, con un amigo
que amaba el cementerio
por su tranquilidad,
descubrí la “Pieta”; el
contraste entre el
blanco de la figura y el
negro del mármol me
atraía profundamente.
Con los festivales de
cine aparecieron
“Ilusión” y las “Musas”,
uno de los pocos
encantos del cine Payret
para los cinéfilos de
cinemateca. Ya en la
universidad, intimé con
“Guajuma”, aquella
muchacha que me esperaba
cada día, cual doncella
fiel, en la esquina de L
y 25 sin abandonar sus
quehaceres. Y más tarde
descubrí cerca del Paseo
del Prado, de la mano de
un caminante
malintencionado con
lecturas menos heroicas,
“La fuente de los
mártires”.
Mis profesores de
Historia del Arte me la
presentaron y ubicaron
dentro del panorama
historiográfico de la
República y, aunque no
le dedicaron mucho
tiempo, me motivaron a
completar los vacíos que
me dejaban sus clases.
Pero, indiscutiblemente,
mi gran oportunidad fue
al comenzar a trabajar.
Tenía ante mí la tarea
de preparar una
exposición donde
estuvieran los premios
nacionales y necesitaba
una obra de Rita. Así
conocí a Yia, quien
amablemente me abrió las
puertas de su morada y
las de su abuela. Caminé
por las habitaciones de
la casa de Eugenio
Batista y me enamoré de
una de sus piezas
iniciales, el
“Autorretrato” que hizo
en 1933. Si bien no lo
utilicé en esa muestra,
la tentación de
admirarlo fue tal que lo
llevé conmigo y me
acompañó diariamente en
la oficina hasta que
concluyó la exposición.
Así pasó el tiempo, y
nuevamente la vida dio
otra de sus vueltas.
Comenzaba el segundo mes
del año de su centenario
y me preguntaron por
ella. El Museo de Bellas
Artes preparaba
silenciosamente una
retrospectiva y una
amiga valoraba las
posibilidades de
agilizar las gestiones
de impresión de un libro
sobre su obra. Estas
últimas no dieron
resultado, pero
sirvieron para
cuestionarme qué
acciones podía emprender
desde la Asociación
Hermanos Saíz para
celebrar la obra de tan
consagrada artista entre
mis congéneres. Y tantas
fueron las vueltas que
di a la interrogante
que, como cualquier
persona obsesionada,
terminé soñando la
respuesta. Mientras
dormía, se develó ante
mí una exposición: la
vida y obra de Rita
joven; esa que, como yo
aquella mañana en que la
abordé, se dejaba llevar
por los impulsos de la
juventud y resquebrajaba
irreverente los cánones
tradicionales de la
escultura republicana.
El proceso no fue
sencillo. El reto que
presuponía preparar una
curaduría como esta era
bien grande. Todavía hoy
no creo que se haya
materializado
satisfactoriamente. Pero
me alegra enormemente
haber tenido esta
oportunidad, este regalo
más bien. U otra vuelta
de la vida, diría mejor,
pues Rita nació el día
siguiente al de mi
cumpleaños. Cerrando mi
celebración abro la
suya, que es mía
también. Así, los dos
quedamos en paz. Ella
cumplió conmigo hace
mucho tiempo, y yo
finalmente encontré la
forma de devolverle el
autógrafo de aquella
mañana; casi utilizando
sus propias palabras:
“Para Rita Longa, con
cariño, de Samuel”.
Como las vueltas de las
que tanto hablo son
incontrolables, tampoco
la exposición que
menciono se pudo
materializar. Agradezco
entonces a La
Jiribilla por
permitirme al menos, al
publicar este texto,
contribuir de alguna
forma a su homenaje.