martes, 28 de agosto de 2012

La sentencia del arriero

Publicado en www.ahs.cu

Pocas metas en nuestra vida conllevan el avanzar hacia el punto más alto de nuestra existencia para luego regresar sobre nuestros pasos al sitio de partida sin quebrarnos. Porque aunque muchos crean que solo la subida al Pico Turquino constituye el triunfo, el retorno es igual de difícil o peor incluso; porque se regresa aun más cansado. Y es que el camino recorrido para encontrar la cima más alta de nuestra geografía constituye quizás la mejor metáfora de la vida misma, donde lo importante, más que el punto al que llegamos o la posición que alcanzamos, es lo que hacemos durante el trayecto, las experiencias que recogemos y los lazos que se establecen. 

Como cada agosto, cumpliendo con una vieja tradición de la Asociación Hermanos Saíz, un grupo de jóvenes escritores y artistas nos aventuramos a Santiago de Cuba para conmemorar y celebrar un cúmulo de fechas importantes: el aniversario 55 del asesinato de Luis y Sergio, el día internacional de la juventud y el cumpleaños número ochenta y seis del líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro Ruz. Rebelde ayer, heroica hoy, y hospitalaria siempre, como reiteraban los carteles que reciben a cuanto viajero se acerca, nos acogió una tierra fértil en héroes y devociones.

Muchos eran los lugares de obligada visita y poco el tiempo que disponíamos, pero las ganas de conocer e interactuar con los pobladores era siempre mayor que el cansancio del viaje. La Casa del Joven Creador de Santiago, la Escuela Normal de Maestros, el cementerio de Santa Ifigenia, la granjita Siboney, el cuartel Moncada, el Museo de la Clandestinidad, la casa de Frank País, el Callejón del Muro, el Segundo Frente, el Cobre y el Monumento al Cimarrón fueron puntos indispensables de nuestro recorrido donde cada uno de nosotros encontró algo de especial valor. Cada lugar, sin importar su carácter, se sentía como una parada coherente dentro de un camino de peregrinación, como el ibérico camino a Santiago. Seguimos sin percatarnos la ruta de Frank, la ruta de la Virgen, la ruta de la liberación, y sobre todo una ruta mística para el encuentro con uno mismo. 

Así nos acostamos la noche que precedió la escalada, permeados de historia y misticismo. Vi quien se detuvo ante la mascarilla mortuoria de Frank con la misma mirada que le dedico a la Virgen, incluso quien se sobrecogió de igual forma con la energía del cuartel Moncada y el sonido de las ofrendas en el santuario del Cobre. O quien consideró que el Monumento al Cimarrón era el lugar más propicio para pedir salud y desenvolvimiento, acercándose discretamente a la escultura de Lescay como si de una autentica nganga se tratase.  

A la mañana siguiente, bien temprano en la madrugada, avanzamos expectantes hacia el inicio de nuestro recorrido. El agotamiento y la falta de sueño se percibía en la mayoría de las caras, pero fue una de las sentencias pronunciadas por el guía el pensamiento que se apoderó de nuestras cabezas: «solo hay dos paradas en todo el camino, la primera en el km 3 ½ y la otra en el km 9, quien no llegue antes de las 12:00 p.m. a este último campamento no puede subir». Parecía hado mitológico entre tanta bruma, oscuro frío y sonido de mar sureño. Comenzó entonces una carrera de esfuerzo físico contra reloj aparentemente, una que se fue despejando a medida que nos aproximamos al primer punto para descansar. El grupo ya se había dividido y fácilmente podía apreciarse qué papel jugaba cada integrante de la caravana. Estaban los que corrían desesperados por ser los primeros en llegar a la cima, esos que se sentaban a descansar hasta que escuchaban voces desde la proximidad. Otros disfrutaban del sendero y la compañía, caminaban a buen ritmo conversando, se daban ánimos entre sí, y se detenían de vez en cuando a apreciar el paisaje. Y los últimos, entre quejas y gemidos, se detenían a cada paso para descansar diciendo que no podrían llegar.

Al km 3 ½ llegamos como si fuera el 103. Adoloridos y cansados proseguíamos el viaje; sobre todo porque ya había roto la mañana, ahora sí se divisaba el camino, o peor aun la distancia, la elevación y el interminable destino. Los próximos 5 km y medios jugaron con nuestra resistencia; los tres primeros se fueron como si de tres cuadras se trataran, pero del 7 al 8 y del 8 al 9 parecía dilatarse el sedero caminando por la falda de la montaña de un lado a otro. A veces daba la sensación de que no llegábamos a ninguna parte, pues lo mismo que se avanzaba se retrocedía, o lo que se subía se bajaba.

Rodeado por la neblina se dejaba ver el campamento del km 9, parecía abandonado entre tanto silencio ensordecedor. Y alrededor del otrora hogar, antiguo corazón de las moradas históricas, nos alternábamos para calentar nuestras manos en el rústico fogón de leña. Eran las 11:15 a.m. y parecía que el grupo de caminantes nunca se iba a completar. Incluso el guía dudó de nuestros compañeros de viaje y propuso continuar la marcha amenazándonos con que no subiríamos, pero para algunos una idea era clara: «o todos o ninguno». Finalmente no solo lo convencimos de que sí era posible, sino que se incorporó el resto del grupo con energías renovadas el entender que casi nada nos separaba de la desafiante cima.

Y así llegamos al punto culminante de la subida, sin casi creer que ya estábamos donde debíamos estar, unos esperando más que ver y otros con sabor a triunfo entre los labios. Una vez cantado el Himno Nacional, parte inseparable de la tradición que nos anima a regresar cada agosto a enfrentarnos al busto de nuestro Héroe Nacional, y tomadas las obligatorias fotos, comenzó el descenso; se abría entonces ante nosotros el verdadero desafío del viaje.

Esta vez el grupo avanzó más unido, la intensidad de la subida sirvió para debilitar individualidades y acercar espíritus. Ya no había tres grupos delimitados, qué desespero puede sobrevivir a más de una decena de kilómetros en ascenso. Los que prefería correr, los menos, corrían, y el resto, avanzaba compacto compartiendo las experiencias de la subida. Así fuimos rotando nuestras posiciones, animando a los más agotados y socorriendo a los más necesitados. El camino fue largo, arduo e interminable, pero igualmente disfrutable, entretenido y memorable. Hubo quien subió a pie y bajó a gatas, quien subió descreído y bajó impresionado, quien incluso regresó a la cima por segunda o tercera vez y bajó como si nunca lo hubiera hecho antes en su vida.  

Por fortuna, entre estos últimos me encontraba yo, era la segunda vez que ascendía por estos senderos y asumí el viaje como una oportunidad para regresar a la semilla. Disfruté más que nunca el camino, la compañía, las experiencias colectivas y no me preocupé por ir en la avanzada. Ahí se agrupaban los más jóvenes y curiosos, a los que llegar antes que el resto les importaba más que nada. Entendí entonces que mi paso por estos senderos era mi propio paso por la vida; y que muchas de las actitudes que tomaba o encontraba, aparecían una y otra vez en mi obra o frente a ella. Tuve ente mí una oportunidad inigualable, toda una existencia resumida en una decena de kilómetros. Sin dudas subió un creador inquieto y cuestionador, pero al punto de partida fue otro el que llegó; uno probado, aun más preparado, grande, rico… y sobre todo, más humano.

Antes, siempre que algún joven aspirante me preguntaba qué ventajas ofrecía pertenecer a la Asociación Hermanos Saíz le respondía invariablemente lo mismo: la posibilidad de coexistir con la generación creativa a la que se pertenece, e incluso con otras que te anteceden. Mas una vez en la organización, este enunciado se volvía distante y más allá de los propios miembros de la sección a la que se ingresaba se hacía difícil compartir, socializar y dialogar con el resto de los integrantes. Ahora, quizás sea mejor reformular el enunciado. Una vez dentro de la organización, ganarse un viaje al Turquino es quizás la mejor ventaja de todas. Apenas unos días serán suficientes para establecer relaciones que durarán más allá de nuestro propio paso por la Asociación, para compartir experiencias, anhelos y deseos, y sobre todo para conocer y llegar a lo más humano que se alberga en cada creador; porque como bien dijo un sabio arriero: «en la vida no hay que llegar primero, sino saber llegar».