Desde que el hombre
como ser racional creó el tiempo y estructuró su existencia a
partir de ciclos repetitivos, ha tratado de comprender el mundo que
le rodea. En este afán, ha intentado aprehender su entorno mediante
un proceso de ordenamiento y traducción del mismo a su capacidad
cognoscitiva desde lo inmediato a lo más distante. De esta forma y a
lo largo de su evolución, el individuo ha logrado separarse del
reino animal; ha abandonado el instinto como eje rector de su
desarrollo, organizando su vida en torno al conocimiento. De ahí que
la sensación de dominio se base en una eterna lucha contra lo
desconocido.
A partir de la
conformación de un logos se han erigido las civilizaciones y se han
conformado los sistemas de pensamientos, valores y creencias que
rigen hoy la existencia toda. Negado, cuestionado, revisitado y
enriquecido, el conocimiento responde a una lógica donde todo se
convierte en hecho para ser clasificado, traducido y ordenado. En
esta dinámica, aparece el vacío como un elemento cargado de
sentidos que, al completar los espacios que aun no han sido ocupados
en el logos más que por sí mismo, da estabilidad al sistema. Como
constructo, el logos avanza desde el presente sobre el pasado,
eliminando los viejos vacíos, para devolver así y de forma
constante un futuro diferente cargado de nuevos vacíos.
Desde la antigüedad
clásica el logos se organizó desde el reconocimiento de su
ausencia. Solo se que no se nada, decía Sócrates cuando aceptaba
que el proceso de comprensión del mundo era inagotable y por ende
contrastaba con la finitud del ser humano. El hombre no solo fue
asumido como génesis del logos, sino también como su continente; de
ahí que fuera posible la utilización de la mayéutica como
principio para generar el conocimiento desde el propio individuo.
El carácter efímero
de la existencia marcó la necesidad de encontrar más allá del
cuerpo, un contenedor alternativo para el saber acumulado. Frente a
la irreversibilidad del proceso de reelaboración constante al que
está sometida la oralidad como fuente de transmisión del
conocimiento, la escritura se utilizó como herramienta que
garantizara la trascendencia del orden del mundo. Así aparecieron
los pergaminos y los papiros, se imprimieron las primeras ideas y se
entronizaron las bibliotecas como templos de la sabiduría,
receptáculos de la sapiencia universal. El libro se convirtió en el
continente colectivo del conocimiento, metáfora del individuo como
recipiente en sí mismo.
Esta exposición es
muestra de ese proceso de construcción del logos. La suma del vacío
sobre el vacío para producir el conocimiento y, a su vez, la adición
de este sobre sí mismo para producir nuevos vacíos. La concreción
del eterno ideal del desarrollo, en espiral ascendente, y su propio
fracaso: el intento de querer asir el mundo en una lectura lineal y
sin ambigüedades, como respuesta al caos de la polisemia que nos
rodea.