Publicado en www.ahs.cu
Pocas metas en nuestra vida
conllevan el avanzar hacia el punto más alto de nuestra existencia para
luego regresar sobre nuestros pasos al sitio de partida sin
quebrarnos. Porque aunque muchos crean que solo la subida al Pico
Turquino constituye el triunfo, el retorno es igual de difícil o peor
incluso; porque se regresa aun más cansado. Y es que el camino recorrido
para encontrar la cima más alta de nuestra geografía constituye quizás
la mejor metáfora de la vida misma, donde lo importante, más que el
punto al que llegamos o la posición que alcanzamos, es lo que hacemos
durante el trayecto, las experiencias que recogemos y los lazos que se
establecen.
Como cada agosto, cumpliendo con
una vieja tradición de la Asociación Hermanos Saíz, un grupo de
jóvenes escritores y artistas nos aventuramos a Santiago de Cuba para
conmemorar y celebrar un cúmulo de fechas importantes: el aniversario
55 del asesinato de Luis y Sergio, el día internacional de la juventud y
el cumpleaños número ochenta y seis del líder de la Revolución Cubana,
Fidel Castro Ruz. Rebelde ayer, heroica hoy, y hospitalaria siempre,
como reiteraban los carteles que reciben a cuanto viajero se acerca,
nos acogió una tierra fértil en héroes y devociones.
Muchos eran los lugares de
obligada visita y poco el tiempo que disponíamos, pero las ganas de
conocer e interactuar con los pobladores era siempre mayor que el
cansancio del viaje. La Casa del Joven Creador de Santiago, la Escuela
Normal de Maestros, el cementerio de Santa Ifigenia, la granjita
Siboney, el cuartel Moncada, el Museo de la Clandestinidad, la casa de
Frank País, el Callejón del Muro, el Segundo Frente, el Cobre y el
Monumento al Cimarrón fueron puntos indispensables de nuestro recorrido
donde cada uno de nosotros encontró algo de especial valor. Cada
lugar, sin importar su carácter, se sentía como una parada coherente
dentro de un camino de peregrinación, como el ibérico camino a
Santiago. Seguimos sin percatarnos la ruta de Frank, la ruta de la
Virgen, la ruta de la liberación, y sobre todo una ruta mística para el
encuentro con uno mismo.
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Así nos acostamos la noche que
precedió la escalada, permeados de historia y misticismo. Vi quien se
detuvo ante la mascarilla mortuoria de Frank con la misma mirada que le
dedico a la Virgen, incluso quien se sobrecogió de igual forma con la
energía del cuartel Moncada y el sonido de las ofrendas en el santuario
del Cobre. O quien consideró que el Monumento al Cimarrón era el lugar
más propicio para pedir salud y desenvolvimiento, acercándose
discretamente a la escultura de Lescay como si de una autentica nganga
se tratase.
A la mañana siguiente, bien
temprano en la madrugada, avanzamos expectantes hacia el inicio de
nuestro recorrido. El agotamiento y la falta de sueño se percibía en la
mayoría de las caras, pero fue una de las sentencias pronunciadas por
el guía el pensamiento que se apoderó de nuestras cabezas: «solo hay
dos paradas en todo el camino, la primera en el km 3 ½ y la otra en el
km 9, quien no llegue antes de las 12:00 p.m. a este último campamento
no puede subir». Parecía hado mitológico entre tanta bruma, oscuro frío
y sonido de mar sureño. Comenzó entonces una carrera de esfuerzo
físico contra reloj aparentemente, una que se fue despejando a medida
que nos aproximamos al primer punto para descansar. El grupo ya se había
dividido y fácilmente podía apreciarse qué papel jugaba cada
integrante de la caravana. Estaban los que corrían desesperados por ser
los primeros en llegar a la cima, esos que se sentaban a descansar
hasta que escuchaban voces desde la proximidad. Otros disfrutaban del
sendero y la compañía, caminaban a buen ritmo conversando, se daban
ánimos entre sí, y se detenían de vez en cuando a apreciar el paisaje. Y
los últimos, entre quejas y gemidos, se detenían a cada paso para
descansar diciendo que no podrían llegar.
Al km 3 ½ llegamos como si fuera
el 103. Adoloridos y cansados proseguíamos el viaje; sobre todo porque
ya había roto la mañana, ahora sí se divisaba el camino, o peor aun la
distancia, la elevación y el interminable destino. Los próximos 5 km y
medios jugaron con nuestra resistencia; los tres primeros se fueron
como si de tres cuadras se trataran, pero del 7 al 8 y del 8 al 9
parecía dilatarse el sedero caminando por la falda de la montaña de un
lado a otro. A veces daba la sensación de que no llegábamos a ninguna
parte, pues lo mismo que se avanzaba se retrocedía, o lo que se subía
se bajaba.
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Rodeado por la neblina se dejaba
ver el campamento del km 9, parecía abandonado entre tanto silencio
ensordecedor. Y alrededor del otrora hogar, antiguo corazón de las
moradas históricas, nos alternábamos para calentar nuestras manos en el
rústico fogón de leña. Eran las 11:15 a.m. y parecía que el grupo de
caminantes nunca se iba a completar. Incluso el guía dudó de nuestros
compañeros de viaje y propuso continuar la marcha amenazándonos con que
no subiríamos, pero para algunos una idea era clara: «o todos o
ninguno». Finalmente no solo lo convencimos de que sí era posible, sino
que se incorporó el resto del grupo con energías renovadas el entender
que casi nada nos separaba de la desafiante cima.
Y así llegamos al punto
culminante de la subida, sin casi creer que ya estábamos donde debíamos
estar, unos esperando más que ver y otros con sabor a triunfo entre
los labios. Una vez cantado el Himno Nacional, parte inseparable de la
tradición que nos anima a regresar cada agosto a enfrentarnos al busto
de nuestro Héroe Nacional, y tomadas las obligatorias fotos, comenzó el
descenso; se abría entonces ante nosotros el verdadero desafío del
viaje.
Esta vez el grupo avanzó más
unido, la intensidad de la subida sirvió para debilitar
individualidades y acercar espíritus. Ya no había tres grupos
delimitados, qué desespero puede sobrevivir a más de una decena de
kilómetros en ascenso. Los que prefería correr, los menos, corrían, y
el resto, avanzaba compacto compartiendo las experiencias de la subida.
Así fuimos rotando nuestras posiciones, animando a los más agotados y
socorriendo a los más necesitados. El camino fue largo, arduo e
interminable, pero igualmente disfrutable, entretenido y memorable.
Hubo quien subió a pie y bajó a gatas, quien subió descreído y bajó
impresionado, quien incluso regresó a la cima por segunda o tercera vez
y bajó como si nunca lo hubiera hecho antes en su vida.
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Por fortuna, entre estos últimos
me encontraba yo, era la segunda vez que ascendía por estos senderos y
asumí el viaje como una oportunidad para regresar a la semilla.
Disfruté más que nunca el camino, la compañía, las experiencias
colectivas y no me preocupé por ir en la avanzada. Ahí se agrupaban los
más jóvenes y curiosos, a los que llegar antes que el resto les
importaba más que nada. Entendí entonces que mi paso por estos senderos
era mi propio paso por la vida; y que muchas de las actitudes que
tomaba o encontraba, aparecían una y otra vez en mi obra o frente a
ella. Tuve ente mí una oportunidad inigualable, toda una existencia
resumida en una decena de kilómetros. Sin dudas subió un creador
inquieto y cuestionador, pero al punto de partida fue otro el que
llegó; uno probado, aun más preparado, grande, rico… y sobre todo, más
humano.
Antes, siempre que algún joven
aspirante me preguntaba qué ventajas ofrecía pertenecer a la Asociación
Hermanos Saíz le respondía invariablemente lo mismo: la posibilidad de
coexistir con la generación creativa a la que se pertenece, e incluso
con otras que te anteceden. Mas una vez en la organización, este
enunciado se volvía distante y más allá de los propios miembros de la
sección a la que se ingresaba se hacía difícil compartir, socializar y
dialogar con el resto de los integrantes. Ahora, quizás sea mejor
reformular el enunciado. Una vez dentro de la organización, ganarse un
viaje al Turquino es quizás la mejor ventaja de todas. Apenas unos días
serán suficientes para establecer relaciones que durarán más allá de
nuestro propio paso por la Asociación, para compartir experiencias,
anhelos y deseos, y sobre todo para conocer y llegar a lo más humano
que se alberga en cada creador; porque como bien dijo un sabio arriero:
«en la vida no hay que llegar primero, sino saber llegar».