Entre las muchas ocupaciones diarias, unos minutos para el arte. La obligación a modo de excusa —o viceversa— para detener el ajetreo cotidiano y escribir unas líneas. Para que no se atrofie el órgano ni se me entuma la mano. Escribir como ejercicio de fe que aliente, sostenga y salve.
Día 1: Eduardo Rawdríguez y mi primera curaduría
Más uno, 2009 |
En mayo de 2010, gracias a Norge Espinosa Mendoza, se presentó la exposición "Diecisiete" en la Sala Villena de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Esta tuvo lugar como una actividad más dentro de la jornada cultural que distintas instituciones organizaban en el marco del Día Internacional de Lucha contra la Homofobia.
El texto del modesto plegable mostraba, silenciosamente, mi admiración por una profesora y amiga: María Iglesias. Su título, "El cuerpo, sus metáforas y otros relatos de ficción", iba de la mano con el de su increíble libro "Las metáforas del cambio en la vida cotidiana: Cuba 1898-1902". Hablaba del cuerpo desnudo como mapa, contenedor de memoria, y establecía relaciones formales entre la obra del joven fotógrafo que comenzaba y artistas como Alfredo Lozano, René Peña y Eduardo Hernández.
Esa primera colaboración marcó el inicio de un crecimiento compartido. En Eduardo reconocía talento y una atención generosa, cualidades que años más tarde dieron lugar a la muestra "The Dark Room" (2019), presentada en la Fototeca de Cuba. En el camino, recibió la Beca Juan Francisco Elso (2016), otorgada por la Asociación Hermanos Saíz, y posteriormente la Beca de Creación Raúl Corrales, concedida por la Fototeca y el Consejo Nacional de las Artes Plásticas.
Volver a esa primera curaduría es también volver a los gestos fundacionales: elegir, escribir, acompañar. Un recordatorio de que el arte implica tiempo, cuidado y vínculos; y de que, incluso en los días más inciertos, puede sentirse como un cálido abrazo.
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