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José M. Villa (1939 - 2011) |
Ya sea por
el distanciamiento cronológico, por aquello de que el pasado se idealiza, o por
el dorado de edulcorados epítetos, cuando se habla de los años sesenta la
nostalgia siempre se apodera de mí. Quizás el espíritu rebelde de sus
protagonistas y las ansias de construir algo nuevo y mejor sean razones que,
por cuestiones de juventud, aun sienta muy cercanas. Pero en realidad, si
tuviera que definir qué hace tan especial esta década no dudaría ni un segundo
en apuntar su carácter transdisciplinario. En ella encontré a Antonia Eiriz
compartiendo su poética tan personal con dibujos de palomas en Lunes de Revolución, o haciendo diseños
de vestuario para el teatro, junto a Carmelo Gonzáles, Raúl Martínez y otros
plásticos que se acercaron al diseño
escenográfico.
Así,
paulatinamente, encontré una lista interminable de plásticos que experimentaban
en otras manifestaciones artísticas desdoblándose de manera insospechada. Pero
si algo nunca imaginé, hasta días recientes, era que una simple línea al dorso
de la contraportada de algunos de sus catálogos podría hacerme establecer
tantos nexos e hipervínculos entre nombres, espacios, aportes y legados, desde
otras esferas de la creación. Así fiché en una tarjeta a José Manuel Villa
Castillo (Villita), un nombre que aparecía una y otra vez en cada material que
revisaba y se convertía en una de las interrogantes más interesantes de mi
corta carrera como estudiante de Historia del Arte.
Si bien
después de mucho preguntar solo unos pocos pudieron hablarme de él y casi nadie
supo hacer verdadera justicia a la dimensión de su obra, fueron suficientes
estos diálogos para que mi curiosidad aumentara y descubriera a uno de los
diseñadores gráficos más importantes del mundo editorial cubano en la segunda
mitad del siglo xx.
Lamentablemente, cuando abría y completaba un dossier más en mi archivo
personal, la vida cerraba las enjundiosas páginas del cuaderno de dibujo de
este creador insigne. Por esta razón, para todos aquellos que empezamos a
estudiar las artes visuales y no lo conocimos, o los que casi terminan pero aun
lo recuerdan, decidí rendir un pequeño homenaje con esta modesta semblanza.
Rememoremos
entonces 71 años de vida retrocediendo a la antigua Placetas, cuando no se
hablaba todavía de barbudos, donde un 23 de diciembre nació José Manuel Villa
Castillo. Con apenas trece años llegó a La Habana, donde se convirtió en un
muchacho lleno de aspiraciones y deseos que correteaba por los pasillos de la
Escuela Nacional de Bellas Artes «San Alejandro». En las noches acudía al
Centro Vocacional Enrique José Varona, donde se adentró en el mundo de la
publicidad y el dibujo comercial. Incansable y ávido de conocimientos matriculó
en la Universidad de La Habana, donde siendo ya un hombre maduro obtuvo su
licenciatura en letras.
A inicios de los
años sesenta se vinculó al Teatro Nacional de Cuba, trabajando allí durante dos
años. Al crearse el Consejo Nacional de Cultura ingresó en el Departamento de
Promoción y Propaganda, donde permaneció algún tiempo. A finales de la década
comenzó, junto a Raúl Martínez y Esteban Ayala, en la Editorial Arte y
Literatura del Instituto Cubano del Libro como Director Artístico.
Posteriormente, ahora como diseñador y Director de Arte de la Sección de
Humanidades, se ocupó del diseño editorial del Plan de Formación de Maestros de
Primaria en la Editorial Pueblo y Educación donde publicó aproximadamente una
centena de títulos. Debido a su personalidad inquieta y su interés de probarse
constantemente, desarrolló una carrera paralela desempeñándose como diseñador
escénico en el ICAIC, donde participó junto a Titón en películas como Los sobrevivientes.
Durante los años ochenta, tras abandonar el Instituto Cubano del Libro,
laboró como especialista del Centro de Diseño Ambiental en el Fondo Cubano de
Bienes Culturales, donde se encargó del diseño de interiores. A partir de 1993,
retirado ya, se dedicó a trabajar como creador independiente, realizando cubiertas
de discos para la EGREM y protagonizando diferentes largometrajes desde la
escenografía, el vestuario y la dirección de arte.
Su amplia producción también
incluyó carteles con fines culturales, los que fueron muy bien recibidos por el
público y la crítica especializada. Centenario
de Jean Sibelus, galardonado con el Segundo Premio en el Salón Nacional de
Carteles de 1966, Medea y los negreros,
reconocido en el Pabellón Cuba cuatro años más tarde, fueron solo algunos de
los más importantes. Con estos estableció rápidamente un estilo propio,
caracterizándose sus composiciones por el cuidadoso uso de la tipografía, la
casi ausencia de recursos efectistas, así como la atinada selección de las
imágenes.
A lo largo de su carrera recibió
numerosos reconocimientos de las más disímiles procedencias, consolidando su
nombre como diseñador gráfico, director de arte y escenógrafo tanto en el plano
nacional como internacional. Entre ellos no deben olvidarse, entre corales y
caracoles, la Medalla de Plata concedida en la Exposición Internacional IBA de
Leipzig (1971) a la Colección Dragón bajo el sello editorial de Arte y
Literatura, la Distinción por la Cultura Cubana (1994), del Consejo de Estado y
el Ministerio de Cultura, el Premio Nacional de Diseño del Libro (2008), del
Instituto Cubano del Libro.
Así vivió José Manuel Villa,
dejando un poco de su alegría en cada una de sus creaciones. Cambiando una y
otra vez de trabajo y atrasándose en los pagos de la UNEAC, hombre de
naturaleza inquieta. Sorprendiéndose ante los reconocimientos, pues para él
eran como fiestas innombrables. Diciéndoles a los jóvenes que no tuvieran temor
a equivocarse, pues el error puede convertirse en un gran maestro, si se
aprovecha correctamente...
Si bien hoy ya no está
físicamente entre nosotros, como artista su espíritu pervive en los fondos de
numerosas colecciones públicas y privadas. De sus manos nacieron imágenes que
pueblan incontables rollos de película cinematográfica y cientos de papeles
convertidos en bocetos, libros y carteles. Como ser humano, continúa en el
recuerdo de todos aquellos que lo conocieron, perviviendo en el sustantivo
diminutivo que nació del cariño de sus allegados y se convirtió en apodo. Y su
muerte, comparada con la dimensión de su vida, apenas ocupará esos pequeños
párrafos que publicó un día el periódico Granma; porque hombres como él,
simplemente no pueden irse: permanecen en la memoria colectiva y viven para
siempre.
Publicado en Noticias de ArteCubano, febrero 2011.
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